El rey Alfonso XIII era de joven un automovilista vertiginoso, un buen tirador de pichón y un excelente jugador de polo. Con los años siguió siendo tan frívolo como en su juventud, pero añadió a sus aficiones los negocios dinerarios. Esto no lo digo yo, sino que ya lo escribió en su día Vicente Blasco Ibáñez. Que era, además de un excelente escritor, un hombre ingenioso, rico y viajado que se inició con 20 años en las logias masónicas de Valencia. Y que a los 16 había fundado ya un periódico que, por ser menor de edad, puso a nombre de un amigo zapatero. Alfonso XIII presumía de ser un gran cazador, pero el que mejor tiraba a las perdices en España era el conde de Teba. Entonces Carlos Mitjans Fitz-James Stuart, primo hermano de la actual duquesa de Alba. Y veinte años más joven que aquel rey. Como compartían monterías, y otros aristocráticos ocios, un día Alfonso XIII le regaló al joven Carlos una prenda ligera de lana inglesa para que se protegiera del frío mientras cazaba. Le resultó tan cómoda, que la incorporó a su vestuario cinegético pasándola antes por las manos de una costurera de Zaráuz. Que la copió con lana del país añadiéndole tres bolsillos. Y diferenciándola por colores, verde montería y azul marino. Color este último muy propio para la práctica estival del tiro a pichón. Que fue el deporte que Carlos llegó a coronar como campeón del mundo. Ahí nació la teba, o chaqueta de punto veraniega, que la centenaria Casa Bel de Barcelona (entonces en la Plaza Real, hoy en el Paseo de Gracia) empezó a confeccionar con permiso del conde, que era uno de sus mejores clientes porque -entre otras cosas- suministraba en exclusiva para España la colonia Arlington del célebre Doctor R. Harris. Me consta que Mitjans Fitz-James Stuart (y su descendencia) jamás obtuvo un duro por la comercialización de aquella prenda. Que nunca fue patentada. Y que cada primavera se repite en los escaparates de las sastrerías más elegantes (y clásicas) de este país. Porque el conde de Teba -a quien cariñosamente llamaban Bunting– era incapaz de sacar provecho de un regalo real. Y tampoco tenía otro interés por la sastrería de caballeros que estar al día en la moda. Cosa distinta ocurría con su esposa mexicana –Elena Verea Corcuera-, que además de rica por familia fue musa del modisto Balenciaga. No se qué hubiera hecho Alfonso XIII con la patente de las tebas. Pero me lo imagino, habida cuenta de su afición al dinero facil. Y al tráfico de influencias. Apasionado de los automóviles Hispanos-Suizas, los probó mil veces en público. Posó fotográficamente con todos sus modelos en serie. Y los promocionó por Europa. Para hacerse después gratuitamente con un 8% del capital de la sociedad. Lo mismo ocurrió con la Compañía Transmediterránea, que le obsequió con 3.000 acciones a cambio de influencia. Y muy pronto aquellos buques-correos empezaron a transportar en regimen de monopolio a las deprimidas tropas españolas que combatían en la Guerra de Marruecos.
Blasco Ibáñez despreciaba a la monarquía alfonsina, pese a reconocer que la reina madre (y regente) María Cristina fue una mujer austera que se privó de privilegios para que su hijo Borbón llegara honestamente al trono. Contaba el escritor valenciano que la familia Raventós había sido objeto de burlas cuando copió en España las champañas francesas inventando lo que hoy conocemos como el cava Codorniú. Los caldos -elaborados por el método tradicional (o champenoise) tras una visita de Josep Raventós a Champagne- salieron excelentes, pero los snob de entonces no lo consideraron suficiente. Restándole legitimidad por no ser producidos en origen. Así que cuando se quería ridiculizar a un mal poeta se le llamaba Victor Hugo Condorniu. O a un mal general, Napoleón Codorniú. Pronto le tocó al Rey Alfonso XIII, a quien empezaron a llamar El Kaiser Codorniú. Los periódicos compiten estos días por dar la más completa información sobre la responsabilidad del único yerno del actual rey -de nombre Ignacio Urdangarín– en la trama de corrupción mallorquina. Yo estoy acostumbrado a leer (y a escuchar) cómo algunos políticos hacen corruptelas con el tráfico de influencias. E incluso se apropian de los fondos de un colegio de huérfanos de guardias civiles. Como ocurrió con aquel despiadado Roldán. Pero jamás había leido (y escuchado) que el yerno de un rey de España recurriera a facturas falsas para enriquecerse con dinero público como presidente de una sociedad sin ánimo de lucro. Que dio trabajos remunerados a su propio hermano. Y que desvió fondos a paraísos fiscales. Urdangarín pasó de la noche a la mañana de enfundar la camiseta del Barça a ser vestido por Jaime Gallo, que es el sastre del Príncipe Felipe y del torero Enrique Ponce. Combinándose para los compromisos de verano con tebas de colores claros. Tan rápido fue aquello, que de pronto los españoles fuimos obsequiados por la Casa Real con un nuevo miembro de la familia genialmente vestido. Que competía en altura con el heredero de la Corona. Y con aquel otro yerno de quien nadie hoy se acuerda. Era como restablecer la tradición Codorniú con el interrogante añadido de saber en qué iba a emplear su tiempo. Pués hasta aquel momento no se le conocía otra ocupación que la de jugar a balonmano.
Estoy convencido de que Blasco Ibáñez y el conde de Teba -muy diferentes, pero gentlemans ambos- se hubieran hecho amigos de haber coincidido. Pese a la diferencia de edad. Y de tiempos. A Blasco Ibáñez se le conoce fundamentalmente en España por dos obras que fueron excelentemente adaptadas por la televisión de la Transición –Cañas y barros y La Barraca-, pero su mayor éxito literario fue Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Novela escrita en 1916. Y basada en los horrores de la I Guerra. Que llegó a vender en Estados Unidos 10 millones de ejemplares, cantidad sólo superada entonces por La Biblia. Las novelas de Blasco Ibáñez tuvieron tanto éxito que Hollywood empezó a llevarlas al cine con Rodolfo Valentino como estrella. Ocurrió con Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, pero también con Sangre y Arena. Ésta última inspirada en la vida del torero El Espartero, muerto de una cornada en 1894 en la plaza de Madrid. Contaba el marqués de Laula, de nombre Iñigo Moreno de Arteaga, que un día coincidieron en Doñana Alfonso XIII y el conde de Teba en una cacería (a cinco) de patos. Debía de tener Mitjans unos veinte años. Y de los 477 patos batidos, 212 lo fueron por sus escopetas. Era tan fino jugando al tenis, practicando golf o al frente de un timonel que no había nadie que se le resistiera. Y cuando Jacqueline Kennedy visitó Sevilla en 1966, el general Franco no dudó en elegirlo como prototipo del caballero español que mejor compañía le podía ofrecer durante su estancia en la ciudad. Cosa curiosa ésta, porque si algo compartían Blasco y Teba era esa condición. Pués no en vano, cuando Sorolla retrató al escritor valenciano en 1906 para la Hispanic Society of America de Nueva York tituló la obra Caballero español. Cazando perdices o cosechando triunfos literarios en Estados Unidos, profundamente monárquico o atrevidamente republicano, tanto Teba como Blasco han dejado también para la historia una elegante (y decorosa) forma de ser. La misma que ha acompañado a determinada nobleza con algunos reyes que ha dado España a sabiendas que podía no ser correspondida. Son los casos de José Patiño con Felipe V. De Aranda con Carlos III. Y de Sabino Fernández Campos con Juan Carlos I. Pero también es la que le exigimos la ciudadanía al Rey, y a los familiares que lo rodean, en el ejercicio del cargo. Y en la representación pública. No sé si Urdangarín Codorniú será llamado por el juez, pero yo sentiría vergüenza ajena si lo viera comparecer a partir de ahora (y como yerno real) en una foto de familia después de conocer sus tropelías. De momento no le permitiría usar la teba. Que es prenda de caballeros.