Yo crecí de niño con un pan suave llamado viena que se solía consumir en las meriendas con una onza de chocolate. En Cádiz, el pan y la onza los fabricaba desde los años 20 una familia panadera apellidada Gámez. Cuyo patriarca -don Juan D. Gámez Ojeda– había sido alcalde de Puerto Real a principios del siglo XX y regentaba al mismo tiempo en dicha villa una destilería en la que se elaboraba un anís de nombre Español. Ya en aquellos tiempos, la industria panadera de Gámez -que amasaba 15.000 kilos de pan diario- era conocida en el resto de España por la calidad de sus productos. Y porque el propietario era amigo personal del periodista del diario Abc (e incansable viajero) Enrique Garro. Que en sus crónicas contaba como se las ingeniaba el bueno de Gámez para atraer a la clientela. Como en una ocasión en que se le ocurrió sortear un aderezo de brillantes. Y que le tocó a una sirvienta de una familia acomodada de la ciudad que prefirió las cinco mil pesetas de su valor nominal de entonces -años 20- a la joya en cuestión. Panificadora Eureka (o en otro momento Harinera San Miguel) se llamaba la industria. Y el pan se solía despachar en comercios propios que estaban repartidos por todos los rincones de Cádiz. Con un rótulo blanco de metal (y de forma circular) que advertía en letras rojas de su ubicación. Y una flota de carros tirados por caballos que se encargaba del reparto desde la central panadera. Que se encontraba en tiempos de Gámez en la Plaza Jesús Nazareno, en un edificio que antes había sido teatro. Si bien después cambió de emplazamiento y de harinera. Todo esto último lo viví de niño. Y desde entonces siempre creí que aquel pan tierno y ligero -que más tarde supe que se sometía a cocción con vapor de agua- era el homónimo del conocido pan de Viena. Porque si no lo era, lo parecía. Y es que hasta hace unos años no descubrí el pan vienés en su versión más original. Desde entonces lo suelo comprar los domingos en el primer Viena Capellanes que me encuentro por Madrid. Cuenta Pío Baroja en sus Memorias que fue un médico valenciano apellidado Martí quien se trajo la patente a Madrid tras visitar la Exposición Universal de Viena de 1871. Y ya en la capital encontró en el industrial panadero Matías Lacasa el socio adecuado para explotar el producto. Entonces en Madrid no se conocía otro pan que el llamado candeal. Muy propio de las tierras de Castilla. Y pronto el pan de Viena se fue haciendo un hueco en las despensas de las casas madrileñas hasta cambiar la costumbre alimenticia de los moradores de la ciudad.
Lacasa estaba casado con una tía de Baroja, por lo que al fallecer dejó en manos de su familia política el negocio del pan de Viena. Que a la postre pasó a Carmen Nessi Goñi, lombarda de origen y madre del autor de Zalacaín el aventurero. Don Pío llegó a trabajar en el negocio panadero de forma casual porque tuvo que sustituir a su hermano Ricardo -inicialmente al frente de la panandería- tras fugarse éste a Italia con la amante de un aristócrata. Y continuó allí hasta que un avispado gallego llamado Manuel Lence Fernández– que entró de chiquillo (o cayolo) en las tahonas de Lacasa- se hizo con el negocio después de que la familia Baroja cambiara las panaderías por las imprentas. Es de esta forma como nace la firma Viena Capellanes, que recibe su segundo nombre porque el primer local donde se elabora y expende el pan vienés en Madrid estaba ubicado en la Calle de la Misericordia. Justamente en un edificio llamado así porque en él se alojaban los capellanes del vecino monasterio de las Descalzas Reales. Un antiguo palacio de Madrid en el que residió Carlos I y que su hija Isabel de Portugal entregó para la posteridad a las monjas clarisas. Que son sus actuales conservadoras junto al Patrimonio Nacional. En esta tarde calurosa de Madrid he acudido a tomar un refresco al histórico café que Viena Capellanes posee en la Calle Mendizábal. Paralela al Martín de los Heros Bulevard -la calle del cine de Madrid- que acaban de inaugurar con sus estrellas los actores y actrices más afamados del país. Desde Sara Montiel a los Bardem, con Penélope Cruz incluida, para hacer de este lugar capitalino un pequeño Paseo de la Fama al estilo del que existe en Hollywood. Me parece interesante la iniciativa, pero no deja de ser una modernidad del mundo actoral al lado de lo que para mi representa este vecino café de 1929 hoy olvidado. Y que lleva el nombre del negocio familiar que regentó Baroja cuando escribía sus primeras obras. La lucha por la vida, entre ellas.
Es probable que estos rincones que recorro sean los más barojianos de Madrid porque están intimamente unidos a la vida familiar del escritor. Que tuvo casa en el barrio hasta 1939. Debió de influir tanto en Baroja aquella tahona heredada de sus parientes que llegó a incluir como personajes contrafigurados en sus novelas a los fundadores de Viena Capellanes, pero sin vincularlos al negocio panadero. Ocurre en Las inquietudes de Shanti Andía, obra en la que Baroja describe magistralmente el paisaje de Cádiz y sus gentes. Y en la que -según testimonio de su sobrino Julio Caro Baroja– Matías Cepeda no es otro que su tío Matías Lacasa, casado con Doña Hortensia, a la que conoce en la capital gaditana a través del capitán de la Bella vizcaína. O Menchaca, padre de Dolorcitas, el primer amor de Shanti Andía. Que en este caso encarna el médico valenciano Martí. Lo que no me cabe duda es que Viena Capellanés y aquella Panificadora Eureka de mi infancia tienen vidas paralelas, con la distancia entre sus años fundacionales y el hecho contrastado de haber sido la primera la que fabricó el pan de Viena en nuestro país. Pero ambas forman parte del paisaje modernizador que llega a España con el Siglo XX. No en vano, el viejo horno de la casa de los capellanes comienza a abrir sucursales a principios de siglo por todo Madrid y diversifica el negocio original. De manera que al primitivo pan vienés se suman otros productos, fundamentalmente de chocolatería, repostería fina y fiambres. O la elaboración de pan de gluten para enfermos y la creación de salones de the aprovechando la ola inglesa que había llegado a España con el matrimonio de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battemberg. El pan ha sido una constante en los grandes autores de todos los tiempos. Lo encontramos en Homero y en Platón. Pero también en Cervantes y Lope de Vega, que nos han dejado testimonio literario de las bondades de uno de los panes más famosos de su tiempo: la rosca de Utrera. Pero a Baroja no le gustaba que le relacionasen con su etapa panadera. Y una vez que con mala uva Ruben Darío dijo de él que se trataba de una escritor de mucha miga. Respondió de inmediato al nicaragüense diciendole que se trataba de un escritor de mucha pluma. Por aquello de sus orígenes indígenas. La tarde calurosa ha merecido la pena. Y más aún visitar este viejo café de la calle Mendizábal -levantado en la época de Manuel Lance- que me ha permitido recorrer la historia de Viena Capellanes. Y rescatar recuerdos de mi infancia en torno a aquella Panificadora Eureka de vienas y onzas de chocolate. Carros de reparto tirados por caballos. Y tardes de meriendas “mientras el cielo azul de otoño, un cielo azul y rosa, sin una nube, se iba oscureciendo”.